Relatos cortos Sevilla  01 may 2020

De un guiso de coles

No iba bien la tarde, de hecho no fue nada bien el año, a cada paso que daba una parte mía quedaba detrás, tanto esfuerzo y tan poco fruto, pero estaba ahí plantado mirando la nevera mientras ella, desafiante, me mostraba los restos de una temporada agitada. Entre balda y balda de cristal asomaban un yogur, algunas latas de cerveza prácticamente caducadas, media cebolla, un cuarto de morcón, algunos medicamentos de esos que necesitan frío y alguna que otra verdura pidiendo la absolución o la pena capital debido al dudoso estado de conservación, así que, ante este planteamiento matemático y esa íntima responsabilidad moral de no tirar comida decidí dedicar la tarde a equilibrar la lucha entre ambos sentimientos.

La alacena declamaba su falta de atención mostrando las estratégicamente colocadas telarañas que, a modo de sello o lacra que asegurasen la integridad de su contenido, parecían advertir que cualquier manipulación de aquella puerta sería notificada a sus responsables; tomé nota de la circunstancia e hice la pertinente nota mental: “ya toca hacer limpieza en la cocina”. Tras abrir la puerta me invadió una extraña sensación de congoja al comprobar que lo que está destinado a algo tan concreto como el auxilio y la organización de una cocina puede reírse en tu cara al demostrarte que cualquier objeto de la más alejada relación con la alimentación es meritoria de reposar en tal lugar. Superado el trance inicial aparté la caja de tóner de la impresora y escudriñé los aforados anaqueles en busca de fechas impresas en botes, paquetes y latas, las pretendidas: aquellas que ya pertenecían al pasado.

Ahora estaba la encimera haciendo las veces de expositor pero la mercancía no terminaba de convencer, de buena gana hubiera dado un salto al súper y hubiera empezado de cero, de la manera fácil… pero no era eso lo que me había propuesto, tampoco era esa mi condición. Después del suspiro de resignación y la visión del resultado de la pesquisa no hice sino sacar pecho al estilo palomo de plaza e ir rehaciendo el conteo de las mercaderías a base de dedo y nominación, como aquel que pasa revista o lista en clase:

  • A ver… una col, media cebolla, ajos, patatas -más bien planteras de patatas, creo que será mejor sembrarlas que cocinarlas- . Comino, pimienta, pimentón dulce y picante -como si no fuera a tener especias- . Un resto de Barbadillo, aceite de oliva, salsa de soja… y vosotros: que lleváis aquí tanto tiempo que si no os cocino hoy me veo buscándoos tres nombres originales para poneros, porque en breve seréis pollitos.

El chorizo del fondo del cajón de la nevera lo he puesto en un pedestal, bien a la vista, lo llevo observando un rato, si sigue sin moverse lo echaré al guiso previo podado de la flora que lo cubre… total, no espero a nadie para comer.

Y bueno, la olla debía ser grande, siempre me pasa que intento calcular la olla justa para que el guiso no parezca perdido o desamparado al fondo del cacharro y acabo teniéndolo que cambiar a media cocción por falta de espacio y, eso, también me encoraja, así que una olla de tres o cuatro litros irá bien… ¡como esta¡

Primero la cebolla, cortada fina como briznas de yerba, finas y largas sin más corte, serán la costura entre ingredientes, sofritas en el aceite de oliva hasta que el sofoco dorado pida tregua, y tregua, en forma de col, y cortada a cuadros, venga a sofocar la temperatura del aceite para calmar a la cebolla. La col lo invade todo, acapara todo el sitio de la olla pero acaba por achicarse a base de calor, como el que sale fuerte al campo a la fresca de la mañana y vuelve flojo y derrotado al sol de la tarde.

El chorizo no se ha movido en todo el rato, y cada vez tiene mejor pinta, aunque seguramente sean mis ganas y mi deseo de no tirar nada, para aplacar el sentimiento de culpa llamo a las perras y les ofrendo una prueba, después de la velocidad y presteza con la que la devoran el resultado es que ni culpa ni culpable de usarlas como a bufones por si la comida estuviese en mal estado, que ellas piden más y, al final, sólo un trocito ha quedado para dar sabor al guiso, así que la falta del embutido con los dos pimentones suplo.

Pues chorizo a la olla y a desbrozar patatas, que digo yo que a media primavera vamos tarde para la poda, pero lo cierto es que nunca un guiso de tallos de patata hice, pero no creas que lo descarto, lo mismo en otra ocasión probaré suerte: hoy serán las coles las protagonistas. En cubos las patatas y vuelta al sofrito, vuelta y más vuelta, que ahora la cuchara de madera avisa que el almidón de la patata requiere vueltas, y vueltas a ella hasta que, como por casualidad, veo por el rabillo del ojo, así como de soslayo, que el ajo ríe fuera de la olla… ¡¡¡Diossss¡¡¡ ¿¿¿Pero cómo tú ahí y no aquí??? Para, pausa, aborta, apaga, retira, llora… ya ni sé lo que digo, me acaba de sacar de mis casillas esa media cabeza de ajo brotada y reseca… ¡pero por como hay un guiso en ejecución que entras a formar parte de él¡ Apago el fuego y retiro la olla, desnudo y desdento al ajo, lo separo en sus partes y nuevo cacharro a ensuciar, la sartén pequeña, chorrito de aceite y fritos los dientes en un periquete, enteros y dorados a la olla, ¡que vamos tarde¡

La vuelta a la olla no espera, las patatas se han pegado, el almidón ha cuajado y la tarea se vuelve más ardua, pero, como en toda negociación, nada que no solucione un buen vino. Un resto de Barbadillo, puede que de una antigua celebración, puede que de puro capricho, de un regalo quizás… pero vino al fin y al cabo, vino capaz de soltar el almidón y capaz de refrescar y endulzar el paladar, y el paladar evoca los matices a frutas de verano dulces y aromas de cedro raspeando al fondo de la garganta al soltar el aire, toda una sesión de enología que es destrozada por la mirada desaprobatoria de las dos perras diciendo: “Déjate de soplar y mirar el vino al trasluz y suelta el resto del chorizo: gilipollas”. Abrumado por el sentido del ridículo y la paciencia de las perras mientras jugaba a los catadores les pido perdón con una nueva ofrenda a base de pan duro con mantequilla, y todo queda en orden: ¡Qué sencillo es reconciliarse con ellas¡ Sigo en mi disimulo y añado un poco de salsa de soja al sofrito… -¿salsa de soja?- Sí, calla, disimula.

El vino ha conseguido, poco a poco, soltar el guiso a base de perder su espíritu y ahora, con las patatas sueltas y la col en su sitio, y ayudado por el ajo frito, empiezan a apetecerse otros aromas: algo de comino por su sabor y por lo digestivo, pimentones dulce y picante para emular al chorizo no presente, y una “miajita” de pimienta, no para el pique, sino para que nos recuerde al seco de la madera. Al olor del guiso va aumentando el aforo de la cocina, donde antes había un cocinero ocasional y dos perras estudiantes de cocina, ahora se sumaban dos gatos y una gata expectantes a la caída de algún premio o despiste del improvisado cocinero, aunque el chorizo estaba ya repartido y las coles parecen no apetecer a esta rama de los félidos, pero quién sabe…

El gran momento había llegado, el contenido de la olla efluía inundando la cocina a pesar de las ventanas abiertas, las patatas exigían su líquido para terminar lo que habían empezado, así que agua a la olla: cubrir lo cocinado y un par de dedos más… Sal la que me parece, como siempre, y poca, que se arregla fácilmente lo soso y lo salado arruina el guiso, aparte en casa siempre fuimos de poca sal, aquello ayudó a apreciar el sabor de los alimentos, cosa que siempre he agradecido. Al contacto con el agua los efluvios del guiso se hicieron más sutiles si cabe, el efecto en las bestias fue el esperado: dos se acostaron allí mismo sin perder la concentración, una se quedó haciendo las veces de objeto decorativo en la encimera, otra desapareció y otra maullaba y pedía lo suyo, a lo que repliqué que no solo se vive de postres.

Todo marchaba según lo esperable, así que mientras el tiempo hacía su magia, me puse a recoger la cocina y a fregar los platos, mientras fregaba pensaba en que el año pasado por estas fechas las jardineras de la ventana de la cocina estaban plagadas de tomates, cebollino y albahaca, pero ahora sólo alcanzaba a ver perejil, cebollino y brotes de fresas que ayer mismo sembré, estuve trabajando en una plantación y me dediqué a recoger brotes pero la falta de tiempo casi hace que tuviera que tirarlos, hace una semana que los recogí, así que les di una oportunidad ayer. La gata saltaba por el jardín acosando a un saltamontes, normalmente le quito todo lo que atrapa, no me gusta que los deje medio moribundos y mutilados, no hay necesidad cuando tienen cubierta sus necesidades de supervivencia, pero a veces me hago el loco pensando que ni escasean los saltamontes ni voy a hacer entrar en razón a mis bichos, oye, que en definitiva los quiero tal y como son y ni hacen las cosas con maldad ni tampoco me juzgan cuando canto ni cuando me emborracho.

Ahora tocaba regar un poco, que los plantones de fresa no podían pasar ni un solo día sin agua, ni las fresas. ni las margaritas, ni la albahaca, ni la menta ni nada de lo sembrado, pero especialmente los mustios plantones de fresa. El año pasado tuve un despiste y se perdieron los arándanos, quizá necesitan demasiada atención y no estuve a la altura, por ahora los he dejado estar, ya volverán la normalidad y la calma, la tormenta va pasando.

Escuché el temporizador de la cocina sonar y fui a comprobar el resultado, la expectación en la cocina era de concierto de miles de personas… ¡cuánto admirador, cuánta pasión¡ La gata estaba sentada justo al lado de la olla, mirando a su interior, como expresando su deseo de probarlo y aportar su crítica culinaria, las perras con toda su atención a mi entrada en escena, con las orejas tirantes y el rabo queriendo arrancar a moverse con efusiva muestra de contento, casi hablando pero aguantando el impulso; los otros dos gatos junto al plato de comida, porque junto al plato de comida seca aparece el plato de la comida húmeda, y todos esperaban algo. Me puse a repartir comida con idea de poder dar buena cuenta del guiso, las bestias comerían primero y así podría comer tranquilo. Repartí varios paquetes de comida húmeda de gatos entre estos y las perras, preparé la mesa en el jardín porque el día ha estado para eso y más, casi para meterse en la piscina, casi para salir a dar un paseo saltándose el confinamiento, pero no se me ocurriría quejarme, ¿de qué, de comer en el jardín?

Cuando volví a la cocina la gata estaba todavía mirando dentro de la olla, me sentí honrado y admirado por la impresión que había causado en ella. La bajé de la encimera y cuando cogí la olla para servirme descubrí que la cara de la gata no era ni de admiración ni de querer probar el guiso, era más bien de decir: “Joder, con lo que quema el guiso cualquiera mete ahí la pata para sacar el saltamontes…”

A ver, si la decisión y el sentido de todo esto era no tirar comida pues sencillamente no tiré la comida, sólo la repartí en tres partes y me aseguré de que el saltamontes le tocara a ellas. Estaría feo recomendar echar un bicho de ese tamaño y aspecto al guiso de coles pero lo cierto es que, después de probarlo, casi me arrepentí de no haber probado el saltamontes.





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