Relatos cortos Sevilla  04 dic 2018

A Serafín, a quien nunca conocí, así te imaginé

Era Septiembre y empezaba a perder fuerza el calor del estío que poco a poco se iba retirando, todavía se veían en los últimos claros del ocaso las figuras caprichosas que los vencejos y murciélagos iban trazando en el cielo acompañados de su particular griterío en clara y honrosa despedida al verano. Las cigüeñas, culminando la algarabía formada, pasaban indiferentes en busca de tierras templadas sin más prisa que la del lento andar del tiempo. Los días se iban acortando y haciendo suavemente más fríos, lo que provocaba que la cadencia en el canto de los grillos cada vez se hiciese más y más espaciada y las noches cada vez más calmadas. Las crías de mochuelo que salieron ese año ya no eran dependientes y demostraban su paso de la pubertad a la madurez jugando a la caza del ratón y a imitar el suave maullar de gatos, estos a nivel de tierra mantenían a raya a roedores e insectos, así que mochuelos y gatos, que parecían estar coordinados por ese común lenguaje, hacían de ese pueblo un saludable lugar donde vivir. Ranas y sapos en la lejanía se atrevían aún a reclamar una parte de ese pueblo a sabiendas de que en breve el creciente frío acabaría con ellos o se verían obligados a emprender una degradante retirada al abrigo de las entrañas de la tierra.

El campo estaba recogido por completo, al mirar el horizonte, el suave amarillo daba a entender que las eras habían sido alzadas y, por tanto, las mieses se repartían ya entre graneros, hogares e incluso embarcadas rumbo a cualquier recóndito lugar. Todo apuntaba al día de San Miguel, sólo se podía cerrar el año si todas las labores del campo habían sido consumadas, de esa manera los arriendos concluían dando oportunidades a los nuevos labriegos, y así parecía ser, incluso como colofón final se iba cumpliendo el refrán: “Por San Miguel, gran calor será de mucho valor”. Había llovido un poco dos semanas atrás, pero el calor de estos días le prometía el agradecido veranillo al santo, el mismo calor que termina de madurar los membrillos.

Todos en el pueblo estaban intrigados por el gran despliegue que organizaron en poco menos de una hora los dos foráneos, vinieron con un enorme y destartalado carromato tirado por dos bueyes, y con una tranquila perra que empezó a reconocer y a olisquear el lugar nada más llegar. Pararon en la plaza mayor de aquella recóndita población, era una plaza modesta como lo era el mismo pueblo, de los balcones de hierro y madera, así como de las enrejadas ventanas, colgaban distintos baldes y artesas de madera en los que se habían plantado una impensable variedad de flores, las que más resaltaban, en colorido y abundancia, eran petunias, pensamientos y algunos guisantes de olor; romero y albahaca terminaban de perfumar el ambiente junto al fresco de la tarde, una fuente de un caño marcaba el centro de la misma, corría por la oxidada cañería de hierro un lento y continuado hilo de agua bastante para provocar un agradable rumor de agua sin ser excesivo en caudal, donde menta y yerbabuena formaban coro y se valían para existir de las perdidas gotas de agua que en un exceso de preponderancia parecía aquel caño repartir a dispersos y generosos salpicones, como lo hace el cura cuando moja la rama de olivo en agua bendita y procede a bendecir el campo. Un abrevadero continuaba la fuente a un nivel un poco más bajo, donde algún sediento gorrión entrelazaba su gorjeo con el rumor del agua o algún colorido jilguero dejaba sus acentos rojos, amarillos y blancos sobre el gris húmedo de la piedra con la que fue construido; el paloduz, haciendo su titánica demostración de fuerza, intentaba levantar el abrevadero e incluso lo conseguía marcar por debajo a fuerza de empujones utilizando tan sólo su dulce raíz a modo de palanca, de esas que junto a un punto de apoyo decía el sabio que serían capaces de mover mundos, sus verdes hojas, a su vez, daban vida a esa gran masa inerte gris construida por el hombre y le daban el aspecto de un sencillo y humilde estanque rebosante de vida en medio del bosque. El sobrante del abrevadero iba a parar a una especie de plaza encalada medio soterrada para impedir el acceso a las bestias, era el lavadero, protegido del sol y de la lluvia por una gran pérgola de madera de eucalipto ennegrecida por el tiempo y tan llena de agujeros como de rítmicos sonidos de dentelladas que la carcoma dejaba oír en el silencio de la noche, impermeabilizada con cañas y haces de paja de un color amarillo que de por sí nos hacía recordar a lo seco del campo tras la cosecha, y dispuestos de manera que hiciesen escurrir el agua de la posible lluvia hacia los lados del techado a la vez que dispersasen el calor del abrasador sol estival, permitiendo de esa manera quitarle algunas penas a la dura tarea de lavar la ropa; en su centro una gran pila labrada en una enorme piedra donde las mujeres colocaban sus tablas de lavar de madera, que junto al jabón de sosa, parecían los elementos menos importantes a la hora de ir a lavar, ya que esa era una hora de puro esparcimiento antes que de tediosa labor, de tal modo que incluso en las horas de más calor la pila hacía las veces de alberca donde alguna más valiente que otra se daba un remojón entre risas y chapoteos.

Los bueyes que tiraban del carromato, una vez desenganchados del mismo y a la orden del buhonero emprendieron un lento caminar hasta el abrevadero, como si un militar “¡rompan filas” hubiese mediado en la acción, en el compás que marcaba su caminar parecían haberse sustituido negras por algún que otro silencio al pisar aleatoriamente yerba y piedras, lo que a la falta de sincronización de los animales generó un extraño e incompleto pero agradable ritmo sincopado, al llegar al abrevadero pudieron beber hasta saciarse, por la manera y la cantidad en la que bebían debían venir de muy lejos, pero no se veían animales agotados ni castigados, más bien aparentaban ser compañeros de viaje por la forma en la que dócilmente se comportaban, sin desconfianza ni asustados ante la curiosa parva de chiquillos que comenzó a rodearlos. Un hermoso granado parecía esperar su turno para beber al lado de los bueyes, el buhonero, captada su atención por los encarnados frutos, se acercó gratamente asombrado para contemplar aquella natural obra de arte, después de perderse en una inmensidad que sólo él conociera recogió una de aquellas granadas, no era la más grande ni tampoco la más pequeña, pareció coger la que necesitaba, a continuación se inclinó y acarició el tronco del árbol, daba la impresión de que ese hombre le hablaba en voz baja a aquel ser vivo y le daba las gracias por el maduro regalo. La poca altura de los edificios y la amplia disposición de la plaza prometían un espectáculo de luna y estrellas en pocas horas.





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