He notado una leve brisa, luego me he percatado de que el agua que no han querido tus buganvillas ha sido basta como para llenar un estanque ínfimo a nuestros ojos, pero océana masa de agua a otros, los de unas criaturas ancestrales que en ella cumplen su existir; criaturas, unas, que esperan pacientes enterradas y resecas en el polvo del suelo de esos desiertos patios sevillanos; criaturas mayores, otras, que yacen aletargadas debajo de las secas hojas de los jazmines; criaturas, ambas, que al fluir del agua comienzan a elevarse sobre ella para quedar, como las medusas, siguiendo la irremediable deriva que provoca esa leve brisa sobre la superficie del improvisado mar, flotando casi estáticas hasta desplegar y desarrugar unas alas que sólo saben volar bajo el agua, a la propia merced de la incongruencia de un destino irremediable e ilógico; y hecho esto comienza la danza lenta del vuelo subacuático, una danza lenta limitada por lo grande de sus especializadas alas y por lo estrecho de calado de este creciente y sereno mar, donde las criaturas, ellas, pueden avanzar a duras penas, donde las criaturas, ellos, pueden avanzar, y subir y bajar y jugar. En esta danza buscan completarse y retornar a la forma de un único ser que un día fueron, encontrar la redención y la calma después del castigo impuesto por el pecado cometido, castigo impuesto por unos dioses recelosos de su única condición, castigo que las condenó a buscarse y completarse de nuevo. Lo mágico del espectáculo es que todo ha de suceder en el tiempo exacto que dura el canto a la inmaculada madre, más allá de ese tiempo todo se secará y aquellas criaturas que no se hayan completado quedarán expuestas a un sol de justicia, un sol impasible que lo limpiará todo escrupulosamente, dejando el escenario aséptico, intacto y listo hasta la próxima función.
Atte. Lo que tú no ves