Amistad Sevilla  16 nov 2018

El por qué de un café

Aun conservo esos raros fragmentos que esquivos se entreveran en la turba de mi cabeza, fragmentos de recuerdos de una niñez furtiva en la que como tantas otras fui el pasajero ocasional de un hombre siempre atareado. Hablo de mi padre y de una vez que iba sentado en el asiento de atrás de un modesto y destartalado coche; él, seguramente, se dirigía a hacer alguna de las gestiones que, a los ojos de un niño, hacen los padres, cosas aburridas de mayores como solicitar un permiso o entregar una factura o tomar medidas de algo para después pasar un presupuesto o qué sé yo. Esa vez acabamos en la plaza de La Encarnación, por aquel entonces no era sino un sempiterno vallado metálico y un embarrado aparcamiento en su interior, nos paramos delante de una casetilla de obra y mi padre habló con un hombre con aspecto de guarda maltrecho y descamisado, acto seguido nos permitió el paso hacia el interior del aparcamiento y mi padre, como era de esperar, me volvió a decir: “espérate aquí un momentito y no vayas a moverte, ahora vuelvo”. Escuchar aquello era sinónimo de horas de espera, así que fruncí el ceño, callé y acaté, en definitiva no podía hacer otra cosa. Como todos los niños aguanté quieto el tiempo suficiente para que él me perdiera de vista, al momento ya me había sentado en el asiento del copiloto como hacen las personas adultas, y al siguiente momento ya estaba sentado a los mandos y haciendo como el que conducía. Supongo que ya habría pasado una hora y estaba hasta el gorro de tanto conducir y coger curvas imposibles, así que, como todo buen conductor sabe, es conveniente hacer una paradita y estirar las piernas, con lo que me bajé del coche, me desperecé y torne a observar mis posibilidades, todas las que podía ofrecer el aparcamiento… Lo primero era lo primero, observar el camino de ida de mi padre, porque iba a ser el mismo camino de vuelta, y algo me diría por haberme bajado del coche, debía preparar la maniobra evasiva con precisión, debía entrar en el coche antes de que se diera cuenta de mi desliz, así que uno tras otro hice varios simulacros de reentrada al vehículo, unos rodando como en las películas de acción, otros evitando posibles obstáculos, otros, incluso, arma en mano y cierta chulería detectivesca, pero me duró poco, al cuarto de hora ya me había vuelto a aburrir. Recuerdo una zona del aparcamiento restringida por una especie de plástico naranja, y muy poquito a poco decidí acercarme a investigar, la maniobra consistía en tres pasos hacia adelante, dos pasos hacia atrás y mirada al camino de regreso del enemigo por si aparecía de repente; muy poquito a poco alcancé la meta que me propuse y llegué a la linde de mi objetivo, la sorpresa y la abstracción en aquello me superó, vislumbraba ante mí un antiguo “castillo” en ruinas con todas las posibilidades que de mi imaginación rebullían. De un golpe ya estaba mi cabeza colocándome a la defensa de ese castillo ante miles de atacantes y bestias que sobre él se cernían, espada en mano pero con la misma camisa de franela y pantalones de pana con las que llegué al aparcamiento, sin miedo y sin errar mandoble, inmune a las armas enemigas y con semblante heroico ante tal gesta, yo era uno y ellos eran millones, lo importante no era ganar sino aguantar tan cruenta batalla… mi padre me devolvió a la realidad y al coche con un simple pero certero coscorrón, ¡qué precisión ¡Qué dominio sobre sus vástagos

Pensaba yo en estas cosas mientras me acercaba al lugar de la cita, La Encarnación ha cambiado mucho, pero el “castillo” sigue ahí, a medio ver entre las tripas de las setas. Habíamos quedado a las cuatro y ahí estaba yo, rememorando aventuras a las cuatro y cinco, pero quizá esos fragmentos me colocaron momentos antes donde debía estar, en la postura de un niño que ha quedado con amigos nuevos, amigos que conoce brevemente por cuatro palabras cruzadas en una portal de internet para buscar amigos y cosas varias, amigos sobre los que se vuelcan expectativas y esperanzas de niño pero sobre los que la conciencia adulta hace recelar y preservarse como ese niño que se preparó para la batalla antes mencionada.

Luego de las presentaciones oportunas y mi consabido “un manchado con sacarina, por favor”, entramos directamente a saco en las cuestiones que las personas que pierden por un momento la censuradora madurez y afrontan las relaciones personales con la apertura de un niño pueden entrar, es decir, afrontamos las materias y las amalgamas de las que está hecha la misma vida, hemos medido la electricidad que corretea de neurona en neurona por los caminos que las sinapsis permiten, hemos hablado, nada más y nada menos. Hemos hablado del por qué yo he llegado a ser yo y por que él ha acabado aquí, de por qué el otro ha tenido que claudicar y de por qué nosotros pudimos superar aquello. Sobre nuestras palabras ha vuelto dios a bajar a la tierra y el mismísimo Siddharta ha podido volver a reencarnarse, sobre mantos de tan diversas como dispersas ideas y opiniones han caminado actores, padres, mascotas, reinos, oficios, profesiones, academias, costumbres, vicios, necedades, hamburguesas, babuchas, insulina, decepciones, agujetas, motivos, penas, infusiones, perfusiones, parejas, currículos, declaraciones, bicicletas, necesidades, ilusiones, sueños, responsabilidades, mitos y leyendas… pero si siguiera así, ¿a quién coño no cansarían o aburrirían estas líneas que escribo?

Hay veces que vuelvo de regreso a la cotidianeidad con mal sabor de boca y hay veces que vuelvo con los ojos más brillantes y encendidos, hay veces que comprendo aquello que se me vetaba y hay veces que me desentiendo de lo que no me apetece, así que hoy he vuelto sabiendo el por qué de un café y un áspero sabor de boca porque no se me ha ocurrido otra cosa que volver comiéndome una hamburguesa de un euro y pico del Burger King (desde luego ya no son lo que eran, no).





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